El Cultivador

47 aquellos tiempos sobre los estragos de las drogas y que de un porro se pasaba a “otras cosas”. También habíamos escuchado historias de alucinaciones y leyendas urbanas (en este caso pueblerinas) sobre “hippies caníbales”, “roqueros demoníacos”, “sexo en grupo”, etc. Y a todo esto, decían, se llegaba por los porros. ¡Y nosotros ya estábamos tardando! Ese día, Gallo, que era un amigo de Mongol (aquí todo eran apodos) trepó varias filas de asientos y se sentó a nuestro lado. Sin mediar palabra saco de su bolsillo el “kit” y se puso a liar un peta. Nosotros disimulábamos nuestro nerviosismo haciendo ver que nos importabamucho el complejísimo argumento de la peli de chinos, cuando más bien estábamos mirando de reojo el tamaño de su china y la pericia que Gallo demostraba. Al terminar de liar, lo encendió dando una gran bocanada y expulsando ese humo de olor exquisito que tantas veces y tan de lejos habíamos olfateado. Lo quemás queríamos y nos temíamos estaba a punto de pasar. Gallo, de un modo natural, le paso el canuto a Checho, que lo cogió con miedo, casi sinmirarlo ni tocarlo, apuntando la brasa hacia arriba y sin acercárselo ni de lejos a la cara. Como quien mueve una granada, se lo pasó lentamente a Luis que, con toda naturalidad y como si lo hubiera hecho mil veces, le dio varias caladas seguidas y me lo pasó a mí. ¡Oh, dios mío! mi gran prueba de fuego. Quería hacerlo, pero sentía miedo. Miedo a los efectos que me haría, sí, pero sobre todo tenía miedo a mis padres, a mis profesores, al cura, a la policía, a mis tías y a todas las autoridades que poblabanmi incipiente juventud. Por todos ellos o, mejor dicho, contra todos ellos, me decidí por fin a “catarlo” y cuando el filtro de cartón estaba a punto de llegar a mis labios el acomodador me cegó con su linterna al grito de “¡Aquí no se puede fumar!”, y con la destreza de cualquiera de los karatecas que estaban en pantalla. Gallo agarró el porro y, saltando de dos en dos las filas de asientos, volvió al calor de la manada, donde el lobo (el acomodador) no se atrevería a adentrarse. Sin embargo, a nosotros nos echó de la sala y nos vimos en la calle de noche, lloviendo y sin un duro. Con cara de resignación, alguno de nosotros dijo “vámonos al parque”, que era algo así como un castigo: ir a matar el tiempo sin nada que hacer debajo de una cornisa que nos tapara de la lluvia hasta la hora de volver a casa. Resignados, Checho y yo comenzamos a caminar, cuando nos dimos cuenta que Luis tenía una extraña sonrisa en la cara y unamirada, digamos, vidriosa. Nos acercamos a él de un modo condescendiente y temiendo por su lucidez. Al fin y al cabo, era el único que había fumado “droga”. De repente, abrió la palma de la mano y ahí estaba: la china del Gallo en todo su esplendor. Se le había caído en su huida y Luis la había pillado al vuelo. Al fin y al cabo, tampoco éramosmancos en esto del kung-fu. Con nuestro tesoro a buen recaudo en un bolsillo de Luis, nos dirigimos a buscar el resto de elementos para preparar nuestra pócima iniciática: pitillos, fuego y papel. En aquella época, en cualquier bar, con catorce años, podíamos comprar el tabaco y el mechero, pero conseguir el dinero ya era otra cosa. Además, el papel solo se vendía en el estanco, que ya estaba cerrado. No nos amilanamos ante tamañas adversidades, pues para entonces Checho y yo ya estábamos más que decididos a fumar y solidarizarnos así con nuestro colega que, aparte de no haberse muerto, se le veía muy a gustito. Montamos rápidamente un “comando canuto”: yo iría a mi casa y robaría de la hucha de mi hermano dinero para unos pitillos sueltos y un mechero, Checho tenía la misión de conseguir papel en un bar de viejos donde se solía fumar picadura en las partidas de tute y Luis, al que no le cambiaba la expresión de la cara, nos esperaría en el parque con la china. Era un pueblo pequeño y todo estaba cerca por lo que toda la operación no podría llevarnos más de veinteminutos. Quisimos sincronizar los relojes como en las películas, pero tardaríamos demasiado, pues mi Casio digital necesitaba de aguja o imperdible para ser manipulado. Nos dejamos de chorradas y nos pusimos manos a la obra. Tuve que entrar en casa con gran disimulo y destreza: no solo se trataba de robar a mi hermano, sino también de que no me viera nadie, pues la hora de cenar estaba cerca y corría el riesgo de que no me dejaran volver a salir. Otra vez en la calle, me encontré con Checho que había conseguido varios papeles de un familiar suyo que no solía hacer preguntas indiscretas. Al volver al parque encontramos a Luis con Marga, otra amiga común algo mayor que nosotros. Juntos se estaban fumando nuestro preciado y robado hachís. Nos indignó a partes iguales que no compartiera el botín común y que lo hiciera con el odiado y deseado sexo opuesto. Era una doble traición. Pero haciendo un alarde de madurez, compostura e interés decidimos perdonarle para entonces, Checho y yo ya estábamos más que decididos a fumar y solidarizarnos así con nuestro colega que, aparte de no haberse muerto, se le veía muy a gustito AndrewLozovyi (depositphotos)

RkJQdWJsaXNoZXIy NTU4MzA1