Mientras la sociedad mexicana debate el tema, el uso del cannabis con fines medicinales ya tiene un largo camino recorrido
La luz que se cuela por la puerta entreabierta de la casa de Alina Morales golpea su rostro enrojecido por el calor y el afán que empeña en lograr una buena cocción “del producto” que no es más que una pasta concentrada y viscosa color verde de cannabis sativa mejor conocida como marihuana.
– Pásele, señora, ya estoy terminando- dice.
Alejandra Álvarez, una ama de casa de 60 años, entra sigilosa y se sienta en el sillón de la casa. Viene a comprar “la pasta” que desde hace dos años ayuda a controlar a su madre: una anciana de 84 años que padece de alzheimer y cada día está más desmemoriada e iranunda y tira puñetazos y patadas a todo aquel que se le acerca.
“Le damos una porción del tamaño de un chochito escondida entre malvaviscos para que se relaje y poco a poco se tranquiliza tanto que incluso llega a reconocer a su nieto favorito y recuerda a su esposo muerto”, revela Alejandra.
Por eso ella “cada dos o tres meses” se hace de “dos o tres jeringas” rellenas del concentrado de marihuana elabora Alina a pesar de que su producción está prohibida por la ley mexicana y podría ir presa si alguien la denuncia o la policía quiere ensañarse.
Mientras tanto, otro mercado se abre camino en el país: ¡el de la cannabis medicinal importada legalmente de Estados Unidos que ya la procesa en 24 de sus estados!
En México, el congreso mexicano está detenido en un interminable debate a favor y en contra de la legalización con 23 iniciativas en la congeladora, incluyendo la del presidente Enrique Peña Nieto que no contempla el uso medicinal a pesar de que investigaciones de los Institutos Nacionales de la Salud en EEUU han documentado beneficios en la destrucción de células cancerígenas, en el tratamiento del Sida, esclerosis múltiple, alzheimer o epilepsia.
LA CLANDESTINIDAD
Las contradicciones sobre el tema llegan a absurdos tales como el hecho de que en 2012, el año en que el ejército mexicano quemó miles de plantíos de marihuana en el país, un médico del Instituto Mexicano del Seguro Social incitó a Alina para que aprendiera a hacer la pasta de cannabis que él mismo consumía para sus dolores de artritis.
“Le conté que yo estudiaba herbolaria y me recomendó ver los videos de Rick Simpson (un estadounidense que asegura curar el cáncer con aceite de cannabis). Dijo que, si me animaba, él podría supervisarme y orientarme sobre cómo hacerla y me compraría el producto: el secreto está en que la cannabis que uses tenga la dosis mínima de THC para que nos sea psicotrópico”.
Alina miró los post de Simpson en Youtube, compró un sartén eléctrico, aceite de coco, alcohol y se puso a cocinar durante seis horas hasta que logró un concentrado similar a la melcocha. Quedó tan bien hecho que el médico aún es su cliente aunque se mudó a Tampico y debe transportarlo camuflado en empaques de vitaminas.
En 2015 la Secretaría de Salud autorizó a tres niños con cáncer y epilepsia importar un producto para amortiguar los síntomas. Esta decisión levantó aún más el debate sobre la legalización de la marihuana, las consecuencias de la prohibición y los costos de la importación.
“A los mexicanos nos gusta las hierbas, tenemos una tradición ancestral sobre ellas, ¿por qué nos han venido a imponer una serie de prejuicios sobre la cannabis”, protesta María Esther Rimblas, de 62 años, quien ha encontrado en la pasta que fabrica Alina un amortiguador para todas sus penas. Y no son pocas.
María Esther padece fibromialgia, una enfermedad poco conocida, no mortal, pero tan dolorosa que, a veces, sus víctimas preferirían morir para no soportar esa fatiga que impide mover los músculos o para no sentir la piel al rojo vivo como si un fuego quemara la dermis y el roce de las arrugas de la sábanas fuera su peor enemigo.
“¿Sabes lo que significa no poder dormir durante semanas ni un solo minuto? Darías cualquier cosa a cambio de un sueño reparador”.
Para su suerte –aclara- sólo tiene que pagar unos 300 dólares por 50 mililitros – o su equivalente- por las pastillas que le surte Alina en su domicilio ubicado en un barrio de clase alta en la capital del estado.
– Te estaba esperando- dice María Esther con una amplia sonrisa mientras abre las puertas de su casa con acabados de mármol y caoba y muebles recién comprados.
Si María Esther tuviera un poco más de tiempo podría ahorrarse un poco de plata y unirse a un grupo de señoras a los que Alina da clases para que hagan su propia pasta en la azotea de un edificio.
“Estoy muy ocupada atendiendo a mi esposo que también padece insuficiencia renal, enfisema pulmonar y otros males provocados por la medicina alópata”, explica. “Si no fuera porque él padece apnea, también le daría las cápsulas de cannabis para que duerma mejor”, afirma.
El marido era en otro tiempo reacio opositor de la cannabis: incluso llegó a echar a su hijastro de la casa por sembrarla en las macetas, pero hoy es un partidario de la legalización “para uso medicinal” igual que el 86% de los mexicanos, según el Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública (CESOP), de la Cámara de Diputados.
Y todo –dice María Esther- gracias a la transformación positiva de ella: “Me ha mejorado el carácter: ahora ya ni me preocupo”.
LOS RIESGOS
Alina está sentada en la sala de la familia de María Esther y sonríe complacida por lo que se habla de su labor aunque sabe que se arriesga. “Me veo obligada a acudir a dealers que no son justamente las mejores personas del mundo, que me piden el dinero por adelantado y se tardan en darme el producto, que desaparecen y los tengo que andar buscando”.
Por otro lado calcula que, de legalizarse, hay un gran reto por parte de senadores y diputados para que las farmacéuticas no se coman el negocio. “Mi experiencia de distribución es mínima: mis clientes son vecinos, amigos, conocidos, el boca a boca: no podría competir con grandes compañías”.
Con todo y la inexperiencia ha logrado extender el negocio hasta la Ciudad de México y desde hace unos meses surte de aceites, geles y cremas a base de cannabis a la sala masajes terapéuticos Samadhi, que opera en una céntrica avenida con una cartera de alrededor de 300 personas.
“No era nuestra intensión original dar masajes de este tipo pero los clientes comenzaron a pedirlos y a traer sus propios productos con marihuana”, dice Mauricio Palomares, socio y fundador de Samadhi. “Probamos con varios proveedores hasta que llegó Alina y resultó ser el producto más natural, más puro, y se ha vuelto muy popular, más que el de almendras, el de gardenias o té de nim.
“No me imagino qué podrían decirme las autoridades si saben que nuestros masajes incluyen el uso de marihuana: hay tanta resistencia e hipocrecía que preferimos manejar todo discretamente, ¿para qué hacer ruido?”.